Nunca imaginé que algo se gestaba dentro de mí. La idea de un embarazo era para mí tan lejana como imposible: hacía cinco años me había sometido a una ligadura de trompas. Creía haber cerrado para siempre esa puerta.
Tal vez todo comenzó en noviembre de 2024, aunque en ese momento no lo supe. Solo después, con el cuerpo aún dolido y el alma tratando de entender, pude conectar los síntomas con lo que realmente estaba ocurriendo.
Sentía náuseas constantes, rechazo a ciertos olores y comidas, un cansancio persistente… pero jamás pensé que una pequeña vida crecía dentro de mí. Una vida, sí, pero fuera de lugar. Un embarazo ectópico, silencioso y peligroso, que no dio señales claras hasta que ya era demasiado tarde.
El 31 de diciembre 2024 llegó mi menstruación, o eso creí. Fue irregular, confusa. En enero 2025 continuaron los sangrados intermitentes, pero yo no presté atención. El dolor abdominal comenzó a intensificarse durante la semana del 13 al 17 de enero. Un malestar sordo, punzante, como una alarma que no quería escuchar. Cada vez que comía, el vientre se inflaba, y el dolor se hacía más agudo.
Aun así, terca e ignorante, y aprovechándome de mi alto umbral del dolor, me automediqué. Tomaba analgésicos, bebía te, trataba de calmar algo que no entendía, sin imaginar el peligro real que se escondía en mi interior.
El jueves 16 de enero el dolor me venció. Pedí permiso en el trabajo y me quedé en casa. La barriga seguía inflamada, la diarrea se volvió constante, y el color extraño de las heces —que ingenuamente atribuí a unas galletas de chocolate— era, en realidad, sangre.
Aún así el viernes fui a trabajar como si nada, negando la gravedad de lo que sentía. No era yo. Me sentía desconectada de mi cuerpo. Recuerdo que una compañera comía fritos con salami y el antojo fue tan intenso que, sin pensarlo, le pedí un poco. Ese alimento cayó como plomo en mi estómago. Nuevamente tomé pastillas, té, y me fui a casa a dormir, deseando que todo pasara. Pero no pasó.
Cuando el sábado apenas comenzaba a asomarse, un dolor desgarrador me despertó. Era como si algo se rompiera por dentro, como si mi cuerpo se quebrara desde lo más profundo. No podía moverme. Era un dolor muy intenso. Con ayuda de mi esposo logré asearme y vestirme y nos fuimos de urgencia a la clínica.
Al llegar, el médico me preguntó si estaba embarazada. Respondí con una sonrisa irónica:
“Imposible, me ligaron hace cinco años.”
Me enviaron a hacerme una prueba de orina y al tratar de dirigirme al baño con la ayuda de mi esposo, me desplomé.
Recuerdo voces agitadas, mi esposo pálido del susto, el caos. Me llevaron de inmediato al área de sonografía. La imagen fue clara: mi abdomen estaba lleno de sangre, y ahí estaba… una pequeña vida creciendo fuera de su centro, en una trompa, rompiéndose a pedazos.
Había perdido casi tres pintas de sangre. La hemoglobina estaba en 4. Me hicieron una cirugía de emergencia, quizás fue la intervención quirúrgica en la que más miedo he sentido en toda mi vida. Estuve ocho días interna, tres de ellos en cuidados intensivos. Cuántas cosas sentí y pensé… cuánta angustia, cuántos pensamientos rumiantes llenaron mi mente.
Pero luego, cuando todo parecía oscuro, llegó la paz. Me puse serena, confiada. Comprendí que Dios había estado conmigo desde el principio. Que aún cuando yo no sabía lo que estaba ocurriendo, Su mano me sostenía.
Qué débil estaba… qué experiencia tan extraña, tan dolorosa, tan frustrante. Me enfrenté al abismo sin saber que me dirigía hacia él. Me ignoré. No escuché mi cuerpo, no presté atención a sus súplicas.
Hoy agradezco a Dios estar viva, a los médicos que me atendieron. Agradezco el amor de mi familia, de mis verdaderos amigos, de mis compañeros de trabajo. Estuvieron ahí. Su cariño me sostuvo mientras mi cuerpo sanaba y mi alma comenzaba a comprender.
Y a ti, mujer o hombre que lee esto: escucha tu cuerpo. No ignores sus señales. Hazte tus chequeos, aunque creas que todo está bien. No dejes pasar síntomas extraños. No te automediques. Tu cuerpo te habla, y muchas veces lo hace para salvarte.
Este episodio me cambió. Me recordó que incluso cuando creemos tener todo bajo control, la vida encuentra formas inesperadas de enseñarnos, de advertirnos… y de salvarnos.
Y por encima de todo, doy gracias a Dios. Él me sostuvo en medio del dolor, me protegió cuando yo misma no supe hacerlo, y me dio una nueva oportunidad de vivir. Su misericordia me alcanzó, y hoy puedo dar testimonio de lo bueno y fiel que es. A Él la gloria por siempre.







